jueves, 11 de agosto de 2011

Fría Tarde de Caza ( Lobos Ibéricos en los Bosques Gallegos)






Con suavidad respiro el fresco aire de un crepúsculo cercano. Huele a pino y a encina, a hierba mojada, a bellota verde. Huele a una ardilla que se recoge en su nido sólo unas escaladas por encima de nuestras cabezas. Huele a tierra removida y a vida joven, pues sólo diez árboles ladera abajo, una coneja con sus primeros gazapos se apresura a esconderlos de las tempranas brumas en la madriguera que acaba de improvisar. Hace dos días que no pruebo la carne, sólo algunas moras maduras y pequeñas, y la carroña vieja de una oveja. Así que el aroma de los tiernos gazapos y de su madre me hace salivar casi de inmediato. Sería tan fácil cazarlos y tan tiernos al masticar...Pero no es ése el objetivo de hoy. La familia nos hemos apostado en la ladera del abeto roto para localizar algo más grande y más peligroso. A un lado tengo a una de mis hermanas, que nació conmigo hace tres temporadas de flores; teníamos un tercer hermano, el primero en nacer y el más grande, pero murió despues de nuestra primera nieve, de una cornada propinada por uno de la especie de los que hoy buscamos. Desde entonces mi hermana y yo hemos estado juntos y somos los miembros mas importantes de la familia, después de nuestros padres. Estaremos unidos de por vida. No conoceré hembra alguna, ni ella macho, pues nuestra función en el mundo es serle fieles a la manada. Nuevos hermanos han venido tras nosotros. Algunos vivieron y otros murieron. Somos una familia joven de siete miembros crecidos.
El resoplido fuerte y profundo de mi padre, ergido a mi otro lado, me saca de mis distracciones. Lo observo de reojo para no romper su concentración enervándolo con mi mirada. Es un lobo grande con la espalda pardo oscuro y grandes manchas blancas bajo los ojos. Puedo oler su preocupación. El gran ciervo es la presa mas difícil de conseguir en todo el monte. Son varias veces mas grandes que nosotros, veloces y fuertes, y sobre todo tienen una enorme corona de cuernos duros como la roca, y con un solo golpe de estos cuernos pueden romper las costillas de un lobo como si fueran las ramas de un arbusto seco. Y no hay desgracia mayor para una familia que tener un hermano tullido. Si estás tullido ya no puedes servir de nada a la familia, no puedes cazar, ni pelear, ni correr. Pero la familia no puede abandonar a ningún miembro hasta que éste muere. Así que mientras agonizas, y la agonía puede durar varios días, la familia te ronda, gimiendo porque no puede salvarte, gimiendo porque no pueden ir a buscar comida. Y el dolor del corazón es mas grande que el de la herida para el tullido, que finalmente muere sintiendo que le ha fallado a lo mas importante en la vida de un lobo, su familia. Así fue como le ocurrió a mi hermano de camada. Desde que le ví morir tuve la certeza que es mejor morir en el acto o a las pocas horas que durante días de lenta y dolorosa impotencia.
Una ráfaga de viento trae repentinamente el olor de los grandes ciervos. Es un olor penetrante y puro, mezcla de almizcle y pelo, de saliva y sexo. Y esa es nuestra principal baza. Es la época en la que las hojas amarillas empiezan a caer de los abedules. La época en la que los jabatos han crecido y ya no tienen rayas marrones. La época en la que el gran ciervo brama al caer la tarde y se entrega a largas luchas con los otros machos, cegado por una única obsesión, conseguir a todas las hembras que pueda. Casi no come, y se empeña en arduas batallas en las que embiste a sus competidores en la cabeza con su corona. Después, si ha conseguido vencer, persigue a una hembra tras otra, gastando sus últimas fuerzas en montarlas a todas. Cuando el día empieza a caer, berrea, dejándose su último aliento en advirtir a los otros ciervos que es el que manda, que sus hembras son suyas y que, si puede, irá a robar las de otro tras el nuevo amanecer.
Y es ahora ese momento, pues, mientras los últimos rayos naranjas sobre la pradera casi paralelos al suelo, no tardamos en escuchar el grito profundo de un gran ciervo. Sólo en su voz se puede notar que está exhausto. Y eso nos da una oportunidad a nosotros de quitarle su vida para continuar la nuestra. Y para continuar la de los nuevos hermanos de la última época de flores, demasiado jóvenes para cazar. Mi madre los ha llevado lejos, a uno de los escondrijos de las rocas con musgo, en una ubicación contraria al viento que hoy sopla, para que ningún enemigo pueda oler las nuevas y apetitosas cuatro vidas, como yo olía antes a los gazapos. Justo cuando medito esto aparece ella de entre unos arbustos, la reina loba, con su pelo dorado, con sus ojos brillantes. Está visiblemente cansada. Los cuatro pequeños requieren atención constante, aunque ya dejaron de mamar leche hace varios amaneceres. Es este último hecho el que insufla fuerzas en mi madre y valor al resto de la familia para enfrentarnos a una caza como la de hoy. No sólo nosotros, los adultos, necesitamos comer carne. Ahora hay cuatro bocas más que necesitan alimento sólido.
El olor de los ciervos, y en especial el del macho, es cada vez más intenso, y pone nerviosos a mis tres hermanos mas jóvenes que se encuentran tras de mí. Gimen y lloriquean en voz baja. Un ronco gruñido de mi padre los calla de inmediato. Necesitamos estar concentrados. El más mínimo error significa la muerte o lo que es peor, la lesión incurable. Todos miramos el recodo de la colina de enfrente. Todas nuestras orejas están enfocadas hacia allí. El olor del macho es ya tan potente que casi podrías marearte si te dejas llevar. Y por fin aparecen. Primero dos ciervas rechonchas. Las sigue una que parece mas joven. Y tras ella, el gran macho, seguido de dos ciervas más. Tiene un buen harén, lo que significa que ha tenido que luchar mucho para conseguirlo, lo que significa que las fuerzas le deben de ser escasas, lo que significa que nuestras oportunidades crecen. La necesidad de matarlo crece en nuestros estómagos y en nuestro pecho. Su muerte significa darle más posibilidades a los nuevos hermanos de convertirse en lobos adultos, que ayuden a la supervivencia de la manada.
Ahora no hay más ruido en el bosque que las pisadas de los rojos ciervos. No hay olor mas embriagador que el del gran macho. No hay visión que requiera nuestra atención que no sea la de esta manada que camina cansada tras una enloquecida entrega al fragor sexual.
Los pelos de mi lomo empiezan a erizarse. Sé que el instante del comienzo de la caza está próximo. Los músculos de todo mi cuerpo se tensan. Y noto sin tener que mirarla como mi hermana de camada está en idéntico estado. En cuanto a nuestro padre, el gran lobo pardo, de la primera zancada ladera abajo, todos le seguiremos en riguroso orden de ataque.
El enorme ciervo rojo berrea de nuevo. Es ajeno del todo a nuestra presencia en lo alto del risco. Estos ciervos pueden correr muy lejos, pero su vista es realmente corta. Cuando el macho rojo acaba su canto ahogado, otro macho, el jefe de la familia, el más grande y fuerte, el más astuto de los lobos, se lanza al vacío con un vigoroso salto bajando así el risco. Casi al unísono todos le seguimos. Corremos en bajada, y nuestras patas son mas veloces que el mismo viento. Noto como mi corazón bombea a todo ritmo, y no es solo por la carrera. Aunque nos estamos jugando la vida, y es la necesidad de sobrevivir la que nos azuza al peligro, es esto, la caza, el juego de la vida y la muerte, lo que realmente hace sentirse vivo a un lobo. La emoción de matar recorre todo mi cuerpo, pero al mismo tiempo mi cabeza está fría como el hielo en punta que cae de los árboles en la época de nieves. La precisión del grupo es clave para el éxito de la cacería. No cabe la distracción.
En sólo unos breves instantes, casi tan cortos como los aleteos del abejorro, nos situamos de cara a la manada de ciervos, que cuando por fin nos divisan, arrancan una carrera en sentido contrario, llenos de pavor. Son enormes. Vistos de cerca asustan mucho más. Pero el miedo no tiene lugar en el corazón de un lobo que caza con su familia. A muy poca distancia de las hembras gordas, nuestra familia se abre en abanico, rodeando a los ciervos. Yo corro junto a mi madre, seguido de uno los hermanos jóvenes. Mi padre, mi hermana y los otros dos hermanos, recorren el otro lado de la manada. Vamos pasando ciervas. No son nuestro objetivo. Queremos al enorme macho y su enorme cantidad de carne cansada; cansada y terriblemente peligrosa; cansada y terriblemente necesaria. Aunque le fallen las fuerzas aun tiene suficientes para matar a cualquiera de nosotros. Todo se ha convertido en una vorágine de animales trastornados que corren con todas sus fuerzas por campo abierto. La estampida crea una enorme polvareda que nos nubla la visión. Pero es nuestro olfato el que nos guía. No tardo en vislumbrar el trasero del gran ciervo rojo. Corre como si se lo llevara la noche. Es mucho más corpulento que las ciervas. Y sólo vista desde atrás su cornamenta ya es impresionante. Mi madre toma la delantera, y yo quedo justo detrás de ella. La tierra que levanta con sus pasos violentos se estrella en mis ojos, pero no los cierro. Al otro lado, puedo ver como mi padre y mi hermana hacen exactamente lo mismo. Corremos acercándonos al macho. Lo separamos a las ciervas que lo flanqueaban, que corren sobrepasándonos. Ahora está sólo, rodeado de lobos hambrientos. El terror que debe estar sitiendo lo hace cada vez más y más temible. En cualquier momento puede recular, girarse y embestirnos con furia. Pero aún no estamos lo suficientemente cerca de él. Su reserva de energía mezclada con su apego a la vida le hace galopar como el rayo, mucho más rápido que cualquiera de nosotros. Es aquí donde empieza un juego de resistencia. Mi madre comienza a decelerar un poco y se sitúa junto a mí y nos alejamos del ciervo, dejando que mi hermano más joven tome la delantera. Acelera y en un abrir y cerrar de ojos está junto al ciervo. En el otro flanco, los otros dos jóvenes están en la misma posición, con mi hermana y mi padre más retrasados. Hay que hacer que jefe rojo se canse. Trotamos atravesando el basto pasto hasta una nueva ladera. Sólo le quedan dos opciones al gran ciervo, o escalar el monte en subida o lanzarse contra nosotros. Se que todos rogamos por que elija la primera opción. Y así sucede. Con sus fuertes pezuñas trepa las rocas como si fuera llano. Le seguirmos. Los jóvenes hermanos gruñen excitados por oler la sangre bombeante del ciervo. Empiezo a notar el desmayo de mi madre, que a mi lado parece perder un hálito de fuerza, para inmediatamente recuperarla con todo su vigor. Ha debido pensar en los pequeños cachorros que la esperan desamparados en una madriguera perdida y fría a mucha distancia de allí. Con este nuevo empaque la hermosa loba acelera, corre como si la vida se le fuera en ello; y es justo así, la vida de los cachorros y de la familia se le escapará sino consigue alcanzar a ese ciervo y degollarlo. La sigo, volando entre pinos y rocas puntiagudas, cuesta arriba. Es entonces cuando el ciervo para en seco. Sabe que ahora ya sólo puede luchar. Baja su imponente cabeza, y mientras apunta su corona de cuernos hacia mi madre y a mi, miro su ojo, y veo su determinación a seguir vivo. No hay nada que de mas ímpetu. Arranca con un salto feroz. Y aunque todo pasa en menos que el batir de alas de la mosca, yo puedo verlo ralentizado. El primero de los cuernos va en dirección a estrellarse contra el costado de mi madre. La va a matar. El pánico me deja sin respiración. Le partirá todas las costillas y le reventará los órganos. Pero con una rapidez que no puede compararse a nada que yo haya visto jamás, la loba dorada salta hacia delante esquivando la mortal estaca. Es entonces cuando la otra parte de la corona pasa rozándome el hocico. El cansado ciervo rojo ha apuntado mal. Mi hermano pequeño se estampa contra mis patas traseras sorprendido por la parada en seco. Pero reacciona rápido. Vira y muerde al gran rojo en el tobillo trasero. Yo no me hago de rogar y en seguida le hinco los dientes bajo su pata delantera. Pero el gran rojo es fuerte, muy fuerte, y nuestros mordiscos no le quitan ni una pizca de su énfasis vital. Sacude a mi hermano, deshaciendo su presa y lánzadolo a un lado. Pero yo no le suelto. Aprieto con mi mandíbula más y más fuerte su carne, que cede, haciendo que entre en mi boca roja sangre, cuyo sabor me ciega. El olor de esta sangre caliente y llena de energía me hace insensible a cualquier sensación, y ya no se si el ciervo me está aplastando con sus cascos las patas o no. Y es justo entonces cuando cruzando el cielo como una sombra oscura salta el gran lobo pardo sobre el gran rojo. Los dos señores del bosque se enfrentan por fin en un duelo a muerte. Mi padre cierra la mandíbula en torno la nuca del ciervo. Sus astas están muy cerca. El ciervo lucha por liberarse de su nuevo captor, sacudiendo la cabeza de lado a lado. Pero a pesar de su loable fuerza, su suerte está echada cuando mi madre, frente al enorme animal, se escabulle bajo su cabeza, y ágil y ligera despega del suelo en un brinco vertical y clava sus dientes en la garganta del gran rojo. Comienza a ahogarlo y el ciervo se tambalea. De mi lado viene un potente empujón del resto de mis hermanos que apresan al animal de diferentes extremidades y partes del cuerpo y tiran de él hacia el sulo. Este último embiste acaba por derribar al gran rojo, que ya no volverá a bramar, ni a luchar por sus hembras. Que no verá a sus futuros hijos, que ya crecen en las barrigas de sus hembras, trotar entre las flores dentro de setenta amaneceres. Ha peleado con un enorme valor y quitarle la vida es el mas grande de los honores. Poco a poco su respiración se agota y la vida abandona el cuerpo de un extraordinario guerrero. Mi madre aún no lo suelta del cuello cuando mi padre le abre vientre de una dentellada en el costado. La sangre y las tripas brotan. En mi cuerpo el corazón y el estómago pelean por ver cuál hace el mayor estruendo. Mis hermanos y yo nos acercamos, ávidos de carne, agitados por los ríos de sangre que brotan del cuerpo ahora aún mas rojo del ciervo. Pero mi padre nos para en seco levantando su imponente rostro de líder y enseñando los sangrientos colmillos. Comerán primero los padres de todos. La madre comerá hasta duplicar su estómago para luego llevarle una buena ración a los lobeznos que le esperan ansiosos. El padre comerá hasta que esté harto y no pueda dar un paso. Y después comeremos los demás. Pero todos comeremos. Y seguramente comeremos también tras el siguiente amanecer, y el siguiente, pues el enorme ciervo alberga gran cantidad de sustento. El éxito de esta caza nos dá un día mas de vida, y una nueva esperanza de sobrevivir a las nieves se abre para los cuatro pequeños lobitos que algún día, si la fortuna de la montaña nos acompaña, observarán apostados junto a su padres y hermanos en lo alto de una montaña como llega un nuevo gran ciervo rojo, y la batalla por la vida volverá a repetirse una vez más.
La brisa trae el aroma salado de un lejano mar. La alegría flota en el cielo azul oscuro. Levanto mi morro hacia el firmamento y la felicidad sale en forma de aullido de mi garganta. Mi cola se mueve de lado a lado incontrolablemente. Los demás, incluso mis padres que dejan de comer, se me unen en seguida en un canto único a la vida que se funde con la noche del bosque.